Hay una fecha clave para los reyes de la casa, tan temida y ansiada a la vez (bueno, para nosotros ansiada, que no vemos el momento de que llegue). Y esta fecha no es otra que la vuelta al cole. Yo aun me acuerdo de alguna de las mías, y no os penséis que a mí me hacía mucha gracia tener que abandonar las impresionantes playas de arenas infinitas para sentarme en un pupitre a aprender álgebra. Pero también tenía su parte buena llena de reencuentros con amigos que venían cargados de decenas de historias que contar de sus pueblos y con un montón de peladuras en las rodillas que las avalaban.
Y aunque haya algunas cosas que no cambian nunca, es curioso ver como era antes la vuelta al cole y las clases a como son ahora. Antes ejércitos de niños con pantalones cortos y pelo a tazón formaban filas ordenadísimas para entrar a clase. En el recreo jugaban a la comba, a las canicas, a la peonza. Y si nos vamos un poco más atrás, escribían sobre pizarrines que tenían en los pupitres. Ahora se juega a pasarse música con los smarphone y las clases están repletas de ordenadores, de pizarras interactivas.
No sé vosotros, pero a mí casi que me gustaba mucho más la magia de lo antiguo, de lo de siempre, de los juegos sin tecnología y de las historia de cazar gamusinos en las riberas de los pueblos.
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